Una de las preguntas cotidianas que nos hacemos quienes somos perfeccionistas es ¿qué me cuesta hacerlo mejor? Ayer tuve una de esas experiencias, que si la deja uno enseñar, enseña.
Hay dos ventanas en el departamento en el que vivo, que dan al pasillo de salida. Para que desde afuera no puedan vernos, compré una película que se adhiere con agua y permite hacer translúcido un vidrio. El pliego podía partirse a la mitad y así ocuparla en las dos ventanas. Aunque pretendí hacer con cuidado el corte, al final, quedó chueco. Al instalar en la ventana uno puede advertir (si se fija) que la orilla no está derecha. Es difícil fijar el material cuando la ventana es grande, porque al pegarlo con el agua deja huecos, se arruga, en fin, que el resultado depende de coordinación y esfuerzo de dos personas.
Ramón detenía la película adhesiva mientras yo iba poniendo agua con un aspersor y quitando las burbujas. Después de una hora de trabajo salí a ver mi creación y lo primero que pensé no fue que el resultado era bueno, que ya no estábamos expuestos a las miradas de afuera, que la ventana estaba limpia, que los bordes habían quedado bien. No, lo primero que saltó a mi vista fue que la orilla estaba CHUECA. La línea maldita. La comprobación de que las cosas siempre pueden hacerse mejor. ¿Qué me cuesta arreglarla? me pregunté, puedo recortar otro trozo que me quedó o hacer un parche, para que cuando alguien llegue a mi casa, no vea el mal trabajo.
Me acosté y no podía conciliar el sueño, pensando en las opciones. Así le he hecho toda la vida. Tratando de corregir los errores, mostrando lo bien que puedo hacer las cosas, a pesar de mi salud, mi descanso, mi bienestar y mi paz. Nada es demasiado para que las cosas se vean bien.
Pero esta vez decidí dejar chueca la ventana. Demostrarme cada vez que abra la puerta (la ventana está justo al lado, lo que hizo más difícil la decisión), que se vale un trabajo no perfecto, que los errores suceden, que nadie me va a juzgar por una línea, que la ventana puede estar mal y yo, bien.