Cuando nos involucramos en una experiencia, sentimos. El impacto que percibimos en el cuerpo, que de principio no tiene nombre puede ser muy diverso. Vacío en el estómago, mandíbulas trabadas, opresión en el pecho, calor en las vísceras, puños apretados. 

Los sentimientos comienzan con una emoción y son casi siempre resultado de los pensamientos. ¿Cómo es esto? Una palabra que viene de otra persona puede causarnos enojo, tristeza, ansiedad o esperanza, dependiendo del significado que le damos. Pongamos un ejemplo:

Una persona cercana, que nos importa, nos dice “deberías esforzarte más”.

Puede haber diferentes creencias al recibir esa frase:

-No ve lo que estoy haciendo. Sentimiento: frustración.

-Sabe que puedo hacer más de lo que hago. Sentimiento: fuerza.

-Siempre me compara con él o ella y me pone abajo. Sentimiento: incompetencia.

-En realidad tiene envidia de mis logros. Sentimiento: enojo.

-Está pendiente de mí y me considera valiosa. Sentimiento: alegría.

 

En general no cuestionamos lo que sentimos. Creemos que es real y no podemos modificarlo. Pero la indagación de lo que está detrás puede tener un impacto positivo y casi inmediato. Las preguntas que pueden ayudarnos son:

¿Lo que creo de lo que me dice el otro es verdad? ¿Estoy absolutamente segura de que es verdad? ¿Cómo reacciono desde el pensamiento que me desata? Si no pensara así, ¿cómo sería mi vida?

Para el trabajo de indagación recomiendo mucho el libro de Byron Katie, Amar lo que es.

Lo que sentimos puede afectar la forma que nos acercamos a la comida. Si el sentimiento nos sobrepasa, asusta o angustia, es posible que sintamos una necesidad de comer para taparlo. Así, nuestra hambre o antojo pueden ser la guía. No siempre podremos descubrir lo que hay detrás, tal vez simplemente comemos, aliviamos el sentimiento y no pudimos esta vez aclarar nuestra mente y corazón. 

Pero si al observar nuestra actitud ante la relación que tenemos con la comida, nos preguntamos “¿qué me dice esto?” nos vamos acercando a la conciencia.