Cuando nos acercamos a la alacena o al refrigerador, normalmente es el hambre la que debería hablar. Tanto física como emocional, porque muchas veces es la necesidad de calma, apapacho o placer lo que nos llama a comer.
Pero para quien la comida no sólo representa hambre, la pregunta no siempre es ¿de qué tengo hambre? Antes de saber qué queremos comer podemos hacer las siguientes reflexiones: ¿qué merezco comer, con respecto a lo que he comido? Esto significa que lo que comeremos hoy tiene que ver con respecto al “bueno o mal comportamiento” de los días anteriores; esto puede llevarnos tanto a comer de más o de menos, es decir, si nos hemos “portado mal” suficientes días anteriores es casi seguro que la tendencia a seguir será la misma, primero porque la inercia de comer azúcar, grasa y harina de más, es difícil de romper, (por eso nos cuesta tanto trabajo volver a una rutina alimentaria después de las vacaciones). Y segundo, porque mientras más “mal portadas”, menos creemos merecer comer algo distinto. En cambio si nos hemos “portado bien”, tal vez querramos seguir por el mismo camino y elijamos alimentos poco calóricos, más verduras, menos grasa, etc.
Otra pregunta que puede acompañar la visita al refri, es ¿qué eventos tengo en un futuro cercano. ¿Viene la boda, graduación, viaje a la playa en unas semanas? Eso mandará en el hambre, y casi seguro, con restricción.
Estas preguntas anteriores se basan en el pasado (mi buen o mal comportamiento) o en el futuro (los eventos que tengo que enfrentar con cierta talla o ropa). Pero la única pregunta adecuada frente a la comida tiene que ver con el presente, ¿qué me pide mi cuerpo o mi emoción? ¿Cómo puedo nutrirme de forma amorosa para sentirme bien después de haber comido? Esa respuesta sólo puede venir del aquí y el hora, lo demás es pura imaginación.