Todas las personas que nos hemos visto envueltas en el juicio del sobrepeso (muy pocas son las que no), tenemos un peso en el que se disparan las alarmas. Lo conocemos bien. Puede ser la ropa, un determinado pantalón, falda o blusa; puede ser cierto ángulo en el espejo, cierto doblez de la piel, curva pronunciada, o el resultado de “huesearnos”, es decir, probar con los huesos de la mandíbula, la cadera, el hombro, incluso los dedos, a ver si hay carne de más.
En ese momento las voces del juicio, del dictador que vive en nosotras, arremeten: ¿Cómo has llegado hasta aquí?, ¿no has aprendido nada?, ¿que no te amas?, ¿otra vez en el mismo lugar? No mereces nada. Y cuando digo nada, es NADA. Esas voces nos quitan el derecho al descanso, la lectura, la paz, la diversión. Pasamos al carril de las culpables y nos comportamos como tales.
Mientras escribo esto me doy cuenta de que en las semanas anteriores algo en mi interior me dijo que necesitaba llegar a la sensación corporal que les describo, para poder compartirlo en estas líneas desde las entrañas. Sé de lo que hablo, con conocimiento de causa.
Esa sensación original del peso prohibido se pudo haber generado por muchas razones: alguien un día nos dijo: “ahora sí te veo repuestita”, o el pantalón favorito no cerró, o aquel vestido que tanto nos gustaba en el aparador nos quedaba muy diferente al maniquí, o cierta fotografía nos muestra el ángulo perfecto para el juicio negativo.Esta sensación puede estar guardada por décadas. Pero el peso tiene memoria y siempre está al acecho.
Cada una por diversas razones podemos tener un cierto margen de permiso, a veces más amplio o estrecho, pero cuando llegamos al peso del no merecimiento, algo dentro de nosotras se desmorona, se desmoraliza, se rompe. Nos reprueba. Pareciera que sin calificarnos no existimos.
Aquí lo importante no es cuánto pesamos, dónde nos encontramos en la realidad, sino la creencia que hay debajo, lo que creemos que somos con ese juicio. Y cómo, al conectarnos con la voz del juicio, nos negamos el placer, en casi todos los sentidos.
Muchas veces el exceso de comida se debe precisamente a que vivimos en ese estado de juicio cotidiano que nos impide darnos placer en otras áreas, incluyendo el descanso, la diversión, la compañía. Si nos sentimos gordas nos negamos casi todo. Esa voz nos dice que tenemos que disminuirnos para caber. Para caber en la aprobación social, en el SÍ de los otros.
Mientras nuestra atención esta puesta en el tamaño de nuestro cuerpo, las mujeres podemos ser sumamente manipulables.
Esta voz del no merecimiento es también la voz del EGO. Pero pelear con el ego es imposible, esa voz está ahí, dentro, y se alimenta precisamente de la guerra interna, de la comparación social, de la competencia, de la culpa. Es necesario ser compasivas con esa voz interna, saber que existe y que en algunos casos ha sido útil. Agradecerle por lo que ha hecho y decirle amorosamente gracias, pero hoy necesito otra voz.
¿Qué hacer? La primera pregunta que ayuda y despierta, puede ser ¿ES VERDAD? ¿Es verdad que al llegar a este peso todo deja de ser cierto? ¿Qué cambia en mi realidad? ¿Quién me juzga ahora, además de mí? Y esas voces, ¿qué valor tienen para mí? Como una serpiente de agua, que al ponerse al sol se seca y pierde vida, indagar en estos conceptos puede darme mucha luz.
Poner al descubierto lo obsoletas que pueden ser esas voces antiguas, y RECONSIDERAR el impacto en este momento presente. De ayer a hoy, ¿qué ha cambiado realmente? En el preciso instante anterior a darme cuenta de que tengo el peso maldito, ¿qué era diferente?, ¿cómo era mi mirada interna?,¿qué me permitía y ahora no?
Algo pasa dentro de mí cuando me atrevo a detenerme y hacer estas reflexiones. Probablemente no llegue como un rayo la iluminación (o tal vez sí), pero poco a poco, la verdad, la de ahora, la que cuenta, la que pesa, la que nos transforma, va ocupando un nuevo lugar en nuestra mente y en nuestro cuerpo. Y esa verdad es que merecemos ser felices CUALQUIERA QUE SEA NUESTRO PESO.